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Desolación (1922) La bruma espesa, eterna,
para que olvide dónde me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera: tiene su noche larga que
cual madre me esconde. El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito. Y en la llanura
blanca, de horizonte infinito, miro morir intensos ocasos dolorosos.
¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido si más lejos que
ella sólo fueron los muertos? ¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado
y yerto crecer entre sus brazos y los brazos queridos! Los barcos
cuyas velas blanquean en el puerto vienen de tierras donde no están
los que son míos; y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos,
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos. Y la interrogación
que sube a mi garganta al mirarlos pasar, me desciende, vencida: hablan
extrañas lenguas y no la conmovida lengua que en tierras de oro mi
vieja madre canta. Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante, y por no enloquecer no encuentro
los instantes, porque la "noche larga" ahora tan solo empieza. Miro
el llano extasiado y recojo su duelo, que vine para ver los paisajes
mortales. La nieve es el semblante que asoma a mis cristales; ¡siempre
será su altura bajando de los cielos! Siempre ella, silenciosa, como
la gran mirada de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa, descenderá a cubrirme,
terrible y extasiada. |
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